domingo, 21 de marzo de 2010

La interrupción voluntaria del embarazo, o las elecciones que marcan para toda la vida... Primera parte.

Fui a un colegio público. Un colegio de barrio, con mucha gente de distinta condición: hijos de la banca, de las profesiones liberales, de amas de casa, de mujeres separadas, de padres solteros y viudos, de vendedores ambulantes, de pequeños comercios... En el patio, cuando salíamos al recreo, lo único que nos diferenciaba era el tipo de juego al que éramos aficionados: los niños solían jugar al futbol, aunque alguna vez que otra hacíamos partidos de chicos contra chicas y les dábamos unas palizas monumentales; las niñas, pues depende, a veces al "pañuelito", otras veces al beisbol (con el brazo haciendo de bate), y cuando Don Onofre nos dejaba, sacábamos las redes (que parecían más de pescador que para hacer deporte, imagino que consecuencia de la falta de financiación de la escuela pública) para jugar a voleibol (mi favorito), aunque esas veces eran las menos. Había que tener cuidado, porque robaban a menudo, y más de una vez y más de dos, recuerdo que nos dejaban sin porterías, una pena, vamos.
Estudié religión, como la gran mayoría de mis compañeros. De aquella eran muy pocos los que se declaraban (los padres) agnósticos, ateos y similar. Sólo recuerdo a un chico, de etnia gitana, cuyos padres eran testigos de Jehová, el cual salía de clase en cuanto entraba Don Rafael, el profesor de Religión. Don Rafael era un hombre de mediana edad, con el pelo canoso y que se quedaba calvo solo por la zona de la coronilla. El resto de los profesores solían decir, no con poca guasa, que a los "hombres santos" les pasaba eso, se les despejaba la cabeza sólo por esa zona. Era un hombre cercano, que además ocupaba el puesto de orientador. Siempre estaba en todos los saraos, en las reuniones de padres, mediando con las masas, en las celebraciones del día de Andalucía organizando las filas y las banderas, o en las fiestas de disfraces de final de curso, que siempre era el que llevaba el disfraz más original. Todas las madres (y padres), o la mayoría, le pedían consejo sobre qué hacer con los chiquillos, y debía de ser muy bueno, porque siempre daba en el clavo. Cuando había algún problema con el grupo de los revoltosos, el jefe de estudios, Don Elías, siempre contaba con él para determinar el castigo, creo que porque consideraba que él podía excederse y Don Rafael era una persona muy ecuánime.
En sus clases, aparte de historia de las religiones, de todas ellas, nos inició en el arte de la ética y la moral. Pero también en valores fundamentales de la convivencia humana: la justicia, su favorita, la libertad, la igualdad, y todo aquello que podía hacer mejor a las personas: la comprensión, la empatía, el respeto (porque jamás nos habló de tolerancia, odiaba esa palabra), la necesidad de escuchar a los demás... Nos hablaba de ideología, de como cada uno de nosotros debía comprender donde está la línea que separa "lo bueno" de "lo malo", de los peligros de las drogas (muchos de sus alumnos cayeron en ese mundo y el nunca dejó de visitarlos y de interesarse por ellos), de sexo, pero también de responsabilidad.
Algunos de los otros profesores tachaban sus métodos de poco ortodoxos, y sobre todo una de ellas, Doña Mati. Una señora muy chapada a la antigua (aunque daba clases de inglés, mu moderna ella), que protestaba cuando Don Rafael nos ponía alguna película o decidía dar la clase en el patio, porque hacia un tiempo "extraordinario". Era esta una de sus palabras favoritas. Era un hombre que valoraba las pequeñas cosas, por eso hablo de él con admiración. En clase (o en el patio, cuando podíamos) siempre nos decía que todos y cada uno de nosotros éramos únicos, insustituibles, personas extraordinarias capaces de realizar cosas extraordinarias.
Solían ser los viernes, ya al final de la semana, cuando dedicábamos la clase a hablar sobre las cosas que ocurrían en el mundo, noticias que salían publicadas en los períodicos o algún cosa excepcional que nos pudiera interesar. Recuerdo sobre todo que era un maestro, pero con todas las letras. Uno de esos que es capaz de hacer que prestes atención a lo que está diciendo porque te envuelve con sus palabras y argumentaciones. Néstor, el chico más revoltoso de mi clase siempre decía que Don Rafael era capaz de vender un chubasquero a una pescadilla, y creo que si se hubiera visto en esa situación, la pescadilla habría salido con la prenda puesta de la tienda.
El caso es que en esos debates podíamos hablar de la pena de muerte, de la eutanasia, del aborto, del sida, de cualquier tema que estuviera de actualidad. Sin tabúes. Podías hacer las preguntas que te parecieran oportunas para aclarar tu postura, y dividiamos la clase en dos, los que estaban a favor o en contra, didáctica pura, vamos.
Un día, como otro cualquiera, empezó a hablarnos de la vida. De su inicio, de lo que significa el comienzo, el empezar, el aprender, el elegir, el tener que madurar, que enfrentarse a cosas a veces desagradables, y en la capacidad que nos vamos creando para tomar decisiones, a veces equivocadas. Empezó como uno de los juegos que a veces nos planteaba. Eran juegos que te obligaban a adoptar un principio sobre la vida y su concepción. Recuerdo uno en el cual había un grupo de unas doce personas (un niño, una niña ciega, una monja, un militar, una viuda, un hombre maduro, un científico, una abogada, un médico, un cura, un delincuente y una prostituta), un río y una barca que sólo podía cruzar tres veces, y la imposibilidad de combinar los niños con el delincuente, o la monja y la prostituta. Nos hizo una pregunta: ¿quién cree que se puede acabar con una vida? Néstor, el bandarra que me tiraba de la coleta en el recreo, dijo enseguida: "Pero eso no está bien, no? Eso es matar". Y ahí empezó la disertación, y como las cosas cambian según te vas metiendo en situación, y cómo ponerse en el lugar del otro, o de la otra, a veces es realmente complicado.

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