viernes, 29 de enero de 2010

El libre albedrío, o las decisiones tomadas con responsabilidad…

En estas últimas semanas he leído mucho sobre la responsabilidad, o la capacidad humana para comprender que las acciones y omisiones de un individuo conllevan consecuencias. A lo largo de las siguientes líneas intentaré explicar mi punto de vista sobre este asunto. En una sociedad en la cual se prima “ejercer derechos” frente a “asumir obligaciones”, es sencillo pensar que la balanza entre ambos se encuentra descompensada, y que la percepción de los mismos es errónea y alejada de la realidad. Trataré de ir despacio para no dejarme nada en el tintero.
1. LIBERTAD. Resulta que para asumir la responsabilidad sobre un hecho es necesario, en primer lugar, contar con libertad para poder elegir y tomar la alternativa o el camino que se cree conveniente en unas determinadas circunstancias. Partiendo de este punto, a través de esta libertad de elección, son varios los factores (psicológicos, sociológicos, sociales y económicos) que influyen a la hora de poner en práctica la toma de decisiones. Los factores psicológicos, o aquellos que se refieren a la capacidad intelectual. Con esto me refiero a que no puede equipararse una elección tomada por una persona con una discapacidad intelectual severa, ya que su percepción sobre la consecuencia de sus actos nunca será real, con una persona que carezca de ese impedimento. También se puede hablar de factores sociológicos o de socialización, es decir, aquello que en nuestra cosmología se percibe como correcto o incorrecto, dentro o fuera de la norma social, o “el bien” y “el mal”. En este último caso, habría quien podría argumentar que es esto una cuestión de sentido común (ciertamente el menos común de los sentidos), pero ¿a qué nos referimos cuando hacemos esta afirmación? En las clases de Antropología Social y Cultural, recuerdo con claridad al profesor hablando sobre este tema. Resulta que lo que para nosotros (occidentales, blancos y en su mayoría católicos, independientemente de su práctica más o menos activa) puede ser considerado como “sentido común”, os aseguro que no coincide en absoluto con lo que los miembros de la tribu semai, forrajeros de Malasia central, los yanomami en Venezuela, los san (bosquimanos) de Kalahari en África meridional o los pigmeos en Zaire, entienden como tal. Es por ello que lo que uno aprende desde pequeño como correcto o incorrecto determina su actuación en el futuro. También los factores sociales tienen influencia en la toma de decisiones: el apoyo social percibido, las redes sociales, los niveles de integración social, las relaciones personales y familiares, del mismo modo que los factores económicos actúan como restricciones a la hora de realizar determinadas elecciones.
2. LIBRE ALBEDRÍO. En segundo lugar, es necesario tener en cuenta que según esos factores y su influencia en un individuo determinado, así como su ubicación histórica y temporal, hacen que aquel se forme una opinión general sobre determinados aspectos de su propia vida y de la de sus semejantes. Esto es lo que se suele denominar ética personal, que no tiene por qué coincidir con la moral imperante en ese momento histórico. Quiero decir con esto que esa ética individual se sustenta en principios o valores superiores generales que pueden tener relación o no con la moral religiosa. Teniendo esto en cuenta, el individuo cuenta con un abanico de respuestas ante determinados hechos, y este abanico se ordena y establece prioridades en función de lo que el individuo considera conveniente. El libre albedrío, ese que hace a cada persona única e insustituible, el que nos diferencia de los animales irracionales y nos concede la virtud de “humanidad”.
3. TOMA DE DECISIONES. En función de los dos aspectos anteriores, se realiza la elección de respuestas y comportamientos en las situaciones cotidianas. Y lo verdaderamente interesante viene ahora.
4. LA RESPONSABILIDAD SOBRE LAS ELECCIONES Y LAS CONSECUENCIAS QUE LAS PRIMERAS TRAEN CONSIGO. Aquí es donde se encuentra el “quid” de la cuestión. Hablábamos anteriormente de la capacidad del ser humano para tomar decisiones, pero esa misma capacidad ha de ostentarse a la hora de asumir las responsabilidades de nuestros actos, aún más cuando estas son negativas o no deseables. Todas las capacidades humanas han de entrenarse, de perfeccionarse con el tiempo. Digamos que se trata de un modesto juego de ensayo y error, y que a medida que se van obteniendo “puntos de experiencia”, se va adiestrando las habilidades que día a día van formando nuestra personalidad y nuestra posición ante las situaciones cotidianas.
Pero, a tenor de los muchos asuntos que ahora acontecen, ¿diríamos que somos personas responsables, en el amplio sentido del término? Quiero decir con esto que cuestiones como el fracaso escolar, la violencia en las escuelas, la educación por parte de los papás y las mamás de las nuevas generaciones, la aplicación de la ley de “igualdad”, la ampliación de la legislación respecto al aborto, la concepción sobre la energía nuclear, el desempleo, la falta de liderazgo político, la inexistencia de la separación de poderes que proclamaba Montesquieu, el calentamiento global (o enfriamiento mental generalizado), el futuro del sistema de pensiones, la ley del menor… se hacen vistosos ante nuestros ojos, esperando que apliquemos el razonamiento lógico. Rectifico. Quizá la pregunta no es si somos responsables o no, sino si estamos dispuestos a asumir las consecuencias de nuestras acciones, sobre todo cuando estas siempre tienen repercusión en el futuro.

martes, 5 de enero de 2010

El patrimonio subacuático español, o la época dorada...

Hace pocos días se ha sabido que Odyssey tendrá que devolver el tesoro encontrado en el pecio español Nuestra Señora de las Mercedes. Aparte de la satisfacción que me produce semejante noticia, por aquello de la protección del patrimonio nacional, de la soberanía, y de los recuerdos de la época dorada, esta publicación me permite explorar una parte de nuestra historia que para algunos está olvidada o, peor aún, que nunca fue aprendida. Resulta que hubo una época, hace ya algunos siglos, en la cual, lo que hoy se conoce como España (formada entonces por reinos, ducados, condados y principados), contaba con “propiedades” por todo el globo. En la “hacienda del rey” no se ponía el sol. Lejos de nostalgias y añoranzas acerca de tiempos ya muy lejanos, mi intención con estas líneas es repasar la historia. Con el descubrimiento de América (1492) y el “tráfico” fluido de plata hacia las arcas reales, se despierta un interés moderado por parte de los monarcas sobre las empresas “indianas”, frente a la preocupación, eso sí, de “perdurar” o “permanecer en la historia”. Los primeros fueron, como no, Isabel y Fernando “tanto monta, monta tanto”, pero no fueron los únicos. Y es que, se puede decir que con el reinado de Carlos I (1517 – 1555) se inició una época llena de abundancia, aunque no exenta de complicaciones debidas principalmente al desigual reparto de las riquezas, que desembocaría, con la continuidad de sus sucesores, en el único reinado que contaba con posesiones en todos y cada uno de los continentes, lo que convirtió a España en el motor económico y en la primera potencia europea. Esto, como digo, fue el comienzo, porque el sucesor de Carlos I, Felipe II (1555 – 1598) continuó con este período de bonanza, manteniendo y ampliando las zonas de influencia (en algunos casos con alguna dificultad que otra, como Portugal, lugar en el cual sólo contaba con apoyos en la altísima nobleza, creando continuos conflictos con la incipiente burguesía mercantil).

Aparte de las leyendas sobre su crueldad, personalidad despótica y fanática y demás “fantasmas inquisidores” (la Inquisición no fue una institución exclusiva en la España de la época, existía en todos los países de la Europa occidental, un ejemplo, Juana de Arco, que no olvidemos no se quemó “sin querer”. Dejando esto como parte de otro debate, lo que sí quiero reflejar es su buen hacer (o la suerte de coincidir con un ciclo positivo para la economía, como dirían algunos) en lo que se refiere a la gestión de una superficie que superó los 20 millones de kilómetros cuadrados, en la cual habitaban más de 20 millones de personas. Empieza en estos momentos lo que se ha denominado “El siglo de Oro”, por dorado e idílico, claro, pero también por las toneladas de oro y plata “extraídas” de las Indias (o fruto del expolio, que dirían otros). En estas circunstancias cabe pensar en los innumerables barcos que surcaban los mares cargados de materia prima, oro, plata y demás, y cuantos de ellos no llegarían a su destino, bien por las inclemencias del tiempo, el asalto de los piratas y otros imprevistos. Las costas de Florida, Cuba, la isla de la Española (República Dominicana y Haití) esconden en sus fondos marinos restos de este esplendor, los cuales, desde mi punto de vista, forman parte del patrimonio español en el mundo y están bajo la soberanía española “por los siglos de los siglos”, lo que no quita que podamos hacer una serie de reflexiones con las que pretendo acabar este texto. Siguiendo con lo que iba, obviamente, esta época de esplendor económico, viene de la mano de la producción cultural y del reconocimiento social y político (aquello que suele decirse de “con el estómago lleno, se piensa mucho mejor”), pero también despierta recelos y envidias por parte de los vecinos europeos, sobre todo Francia e Inglaterra. En estas circunstancias, además de “problemillas” financieros de los bancos de la época (I, esto ya es un precedente), como es el caso de las bancarrotas que declararon en su momento Carlos I y Felipe II, y el inicio de la hegemonía “prestamista” de los genoveses, llega al poder Felipe III (1598 – 1621), el cual no tenía excesivo interés en nada en general, y en política, gestión de territorio y mantenimiento de posesiones en particular. Como suele decirse, las fortunas las producen los abuelos, las mantienen los padres y las dilapidan los nietos. Y este es un gran ejemplo de esta gran verdad (salvo alguna excepción, que lo que hace es confirmar esta regla universal). La paz con Francia e Inglaterra se convirtieron en una prioridad, porque vecinos enfadados no prestan perejil, al igual que la recuperación de Flandes de la mano de los Tercios Españoles, lo que nos introdujo de lleno (cuesta abajo y sin frenos) en la Guerra de los Treinta Años. Felipe IV (1621 – 1665) encumbra moderadamente los intereses españoles, estando de nuevo en la vanguardia del poderío económico y religioso, aunque con numerosos problemas como el resurgir de la peste, la corrupción propia de épocas de “vacas gordas”, la humillante derrota de Rocroi en 1643, la expulsión de los moriscos y la consiguiente despoblación de tierras hortofrutícolas en Valencia, así como la “servilización” del campesinado frente a la cada vez más poderosa nobleza. Y poco duró “lo bueno”: la devaluación de la moneda, la inflación asfixiante, las guerras interminables, la incapacidad para la recaudación de impuestos y el recrudecimiento de otros conflictos bélicos, trajeron consigo sublevaciones de los territorios conquistados (o dominados por herencia, acuerdo, “prenda” u otra forma jurídica no específica) como la rebelión de Andalucía, Navarra y Cataluña (que se ofreció en vasallaje al rey de Francia como alternativa a la unificación española); la pérdida de Sicilia y Nápoles, o la separación de Portugal y el hervidero de Flandes. Con este panorama, unido a la llegada al trono de un chiquillo de 4 años, Carlitos II (1665 – 1700), con mala salud (y diría yo que serios problemas genéticos debidos a la mezcla de tanta sangre azul), fue fácil para los franceses hacerse fuertes y tomarnos el relevo. Y ahora llega el momento de reflexión que predecía unas líneas atrás: no dudo que lo que se encuentre en un barco con bandera española (o escudo real o cualquier otra insignia que designe su pertenencia) sea de la misma titularidad, pero eso no quita que podamos y debamos analizar si la forma de hacer las cosas fue ética, correcta o si preferís ajustada a derecho. Francisco de Vitoria, precursor del derecho internacional cuestionó ya en el siglo XVI los derechos de la Corona sobre las Indias. Y es que reclamar soberanía sobre mercancías que si bien no fueron robadas directamente, fueron obtenidas en unas circunstancias que no caben en ninguna fórmula de derecho internacional, es cuando menos, cuestionable. Un caso similar, y sobre el cual todavía en la actualidad existen numerosos conflictos es cuando los británicos al final del protectorado en Egipto, trataron de llevarse obras de arte de incalculable valor. Aún hoy una oficina del Ministerio de Cultura egipcio trata de recuperar lo que considera patrimonio nacional. ¿Acaso puede hacerse una aplicación interesada o parcial del derecho internacional? ¿Y la deuda externa? ¿No debería plantearse como “lo comido por lo servido”? Quizás tendríamos una mejor imagen frente a nuestros “hermanos del otro lado del charco” si no tratásemos empecinadamente de recuperar y lucir (y presumir) aquello que, nos guste o no, nos llevamos sin permiso. ¿Qué opináis vosotr@s? FELICES REYES