Tengo una amiga, que a su vez tiene un amigo que está separado y en plenos trámites de divorcio. Podría decirse eso de que “eran felices”, hasta que se hartaron de “comer perdices” todos los días del año. Hasta aquí todo normal. Es más, todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos conocido a alguien en esta situación. El problema, el de verdad, viene cuando hay niños de por medio.
Los procesos de ruptura suponen un momento de crisis personal profunda, de cambio, de miedo a lo desconocido, de incertidumbre, desconfianza y reproches, sobre todo, reproches. Y podría decirse que cuando hay “retoños” (o retoñas, como diría Bibi), estas sensaciones se multiplican por diez, y en algunos casos, por cien.
Aparte de este apunte, vuelvo a lo que iba, las separaciones, divorcios, rupturas y demás fracasos (porque son eso mismo, fracasos personales), conllevan desengaños, pérdida de confianza, tanto en la otra persona, como en uno mismo. Y este es el argumento principal. En esos momentos de “reconstrucción”, son absolutamente normales las discusiones, los reproches (utilizaré esta palabra mil veces en estas líneas) y a veces, los insultos. No es algo que sea justificable (el abuso verbal está feo), pero sí creo que comprensible.
En el caso que comentaba al principio, la ruptura no se debió a terceras personas, ni a problemas con las familias respectivas, ni a falta de entendimiento. De un día para otro “se les rompió el amor” y ella decidió que podía ser más feliz si le apartaba de su lado. Hasta aquí todo normal. Es entendible y absolutamente respetable que una persona “cambie de opinión”, aunque también es cierto que cada uno elige los momentos, las formas y sobre todo el estilo, para dar forma a ese cambio. Sin embargo, el tema se complica, y mucho, cuando ella decide que no sólo quiere apartarlo a él de su vida, sino que además cree que no es una “buena influencia” para la hija que tienen en común. En otra ocasión haré referencia a eso que conocemos como las buenas o malas compañías, pero ahora no es la adecuada.
Ella, ni corta ni perezosa, transmite su ocurrencia al papá de la criatura, con calma, decisión y rotundidad. Indica que no confía en que la niña esté bien cuidada cuando está en su casa, que duda de su capacidad para ejercer de padre, que siente “estrés” cuando piensa en los dos fines de semana al mes que no está con su niña. En definitiva, “él” no cumple con los requisitos para ser “papá”. Alguno podría decir, a este respecto, que ella podía haber pensado esto un poco antes, pero agua que no has de beber, déjala correr. La reacción de él no fue muy buena. Digamos que cuando a uno le dan esa noticia, es de esperar que la respuesta no sea muy positiva, y no se le ocurrió otra cosa mejor (porque no se había asesorado con un abogado, quizá porque no sabía que podía llegar a necesitarlo) que contestar al que fue “el amor de su vida” con lo siguiente: algo así como que su madre era una señora impía, de mala vida y un poco golfa (entendedme, no reproduciré aquí los sapos y culebras que este pobre hombre echó por esa boca), que no tenía derecho a hacer lo que estaba haciendo, y que si su intención era ir por las malas, irían por las malas.
Esa misma noche, se presenta en su casa (la de él, quiero decir, la de los padres de él) una patrulla de la policía. Los agentes llevaban en la mano una comunicación. Su “ex” le había denunciado por insultos y amenazas. Y automáticamente, el tiovivo se pone a girar.
Dos semanas más tarde llega el juicio, por supuesto, en los juzgados de violencia contra las mujeres (porque parece que la violencia sólo puede ejercerse sobre nosotras, tomad nota). Y la jueza estima que el peligro es manifiesto, que la mujer se encuentra en riesgo de muerte, y que es mejor para la menor no tener contacto con su padre. A partir de ese momento, el tiovivo sigue girando, y se firma la orden de alejamiento del que fue “nido conyugal”, se prohíbe el contacto con la niña y se fija el calendario de visitas: tres días al mes, con supervisión en un punto de encuentro familiar.
Todo esto en dos semanas. Interesante, ¿verdad? Con el tiempo que tardamos a veces los trabajadores sociales en dar diagnósticos profesionales en familias multiproblemáticas, y quizá lo que tendríamos que hacer es “derivar” a los juzgados, ya que allí, tal como parece, son mucho más “efectivos”.
Desde la aprobación de la Ley 12/2007, de igualdad entre hombres y mujeres, y la Ley 13/2007, de medidas de protección integral sobre la violencia de género, hace ya un par de años casi tres, cada vez son más las entidades, asociaciones y federaciones (principalmente de padres y madres separados), las que denuncian la desigualdad efectiva y manifiesta, tanto en su articulado como en su aplicación, y cómo ambas legislaciones desamparan y discriminan en función del sexo. La última de la que he tenido conocimiento es FADIE (Federación Andaluza para la Defensa de la Igualdad Efectiva), la cual ha emitido un comunicado de prensa a raíz de la intención de la Comisión de Igualdad en el Congreso de plantear una serie de modificaciones en la ley que se encuentra vigente. Para ello ha elaborado un informe en el que expresan esos “puntos de mejora”:
- Los delitos de maltrato cometidos bajo el efecto de alcohol u otro tipo de estupefaciente, conllevan un agravante específico (conflicto directo con el código penal, que marca esos factores como atenuantes).
- Impedimento de mediación familiar en los casos de maltrato, sin especificar su grado (no entiendo muy bien a qué se refieren con esto) y solamente si el mismo es ejercido por un varón y hacia una mujer.
- Cuando exista condena firme, “lo mejor” es retirar la custodia y el régimen de visitas con respecto al agresor, sin reconocer la temporalidad o reversibilidad de la medida.
- No se acepta el SAP (síndrome de alienación parental) en los tribunales de justicia. Qué curioso, porque fue una pregunta de examen en segundo de carrera.
- Se califica el impago de las pensiones como “violencia económica”
Con todo ello, se niegan derechos o se vulnera el ejercicio de los mismos, y esto es algo muy grave, y que se acerca peligrosamente a lo anticonstitucional.
Ni que decir tiene, que según mi punto de vista, toda aquella persona (hablo de personas, no de hombres) que ejerza un maltrato sobre otra ha de ser castigada, con todo el peso de la ley y con la contundencia que ésta permita. Y que al mismo tiempo, está la función de la prevención (muy nombrada pero poco seguida) y la sensibilización sobre estos casos, para que poco a poco dejen naturalmente de ocurrir. Pero (y aquí empieza la reflexión) ¿no hacemos con este tipo de actuaciones “normal” lo que no lo es en absoluto? ¿No generalizamos situaciones cuando hablamos de maltrato? ¿Y no conlleva esto una desvirtuación del hecho (deleznable en sí mismo) y de su tratamiento?
Porque, en mi opinión, ni todos los hechos que ocurren en los procesos de separación o divorcio han de ser constituidos como “maltrato”, ni el maltrato en sí se da sólo en esas circunstancias.