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viernes, 2 de julio de 2010

Flandes y "el camino español", o las reflexiones de Valsaín...

Observando la actualidad, parece increíble que hace tiempo, mucho tiempo, España era un gran país. Territorialmente amplio, que no estable, demandaba atenciones continuas para repeler rebeliones. Carlos V se veía obligado a reforzar su alianza con Inglaterra, y que mejor manera para ello que un matrimonio. Felipe II contaba entonces con veintisiete añitos y estas eran ya sus segundas nupcias. La elegida, Maria Tudor, hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón. En septiembre de 1555, Felipe se desplaza a Flandes, dejando a su esposa en Londres, cuna de intrigas políticas, de manifestaciones antiespañolas, y numerosas acciones violentas provenientes del problema religioso y la irritación de los anglicanos. Flandes dejaba entonces de pertenecer a los Habsburgo, para pasar al dominio castellano.
Tras la suspensión de pagos decretada por el monarca, y la renuncia a devolver los créditos a banqueros de Alemania y prestamistas de Castilla, la reorganización de los ingresos era cuestión de estado. Las protestas se sucedieron ante estas prácticas, pero se calmaron rápidamente a causa de los juros, respaldados por los ingresos reales, fundamentalmente plata de las Indias. A pesar de todo, consiguió reunir fondos para organizar el ejército en Flandes y preparar la defensa de Italia. Aquí entra en escena el Duque de Alba, al tiempo que los franceses eran derrotados en San Quintín.
Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, grande de España y Caballero del Toisón de Oro, el III Duque de Alba, era hombre de confianza del Rey. Considerado uno de los mejores generales de la época, su estancia en Flandes dejó honda huella, por su determinación frente a las revueltas.
El rey debía mantener la paz y la alianza hispano - francesa era la mejor alternativa: Isabel de Valois, hija de Enrique II. La ceremonia tuvo lugar en la catedral de Notre Damme, siendo el Duque de Alba el representante del rey.
Ya en 1549, Carlos V instituyó los Estados Generales, elemento integrador que pretendían los Habsburgo. Y en 1559, cuando Felipe volvió a España tuvo a bien dejar a personas de su más estrecha confianza al frente del gobierno. Su hermana, el Obispo de Arrás... pero su gran error fue no contar para ello con nobles como Egmont, Horn ni Orange (el taciturno). Esto provocó la obstaculización continua de la política en aquella zona. La intransigencia religiosa, decían los foráneos, era perjudicial para la actividad comercial, la cual, hasta el momento, no se había visto influenciada por cuestiones divinas.
La situación económica complicaba aún más la situación, pues Inglaterra comenzó a restringir las exportaciones de telas, entre otras cosas. Felipe, se mantenía en sus trece, y no parecía estar dispuesto a permitir más revueltas, pero se sentía confuso. Necesitaba consejo y mandó llamar al Duque. Éste le "inspiró" con una nueva organización política para los Países Bajos, las llamadas "cartas del bosque", fraguadas en Valsaín en 1565. Tras esto, las intrigas en la corte se sucedían; unos decían que tan sólo el viaje del propio rey calmaría los ánimos, mientras otros le recomendaban cautela. El Duque era partidario de la primera opción, pero Felipe no tenía muchas ganas de viajes, por lo que encomendó la misión a su consejero. Esta decisión condicionaría la monarquía durante todo el siglo siguiente.
El envío del ejército se trataba de la idea aglutinadora del imperio, y de que para la cohesión de los territorios, que en el caso de Flandes, se encontraban cada vez más desligados entre sí, era fundamental la unidad. Sin embargo, en Flandes este hecho se interpretó como una invasión. Partió desde Madrid hacia Cartagena, donde embarcó rumbo a Génova. El 3 de Agosto de 1567 cruzó la frontera de los Países Bajos. Le acompañaban diez mil españoles que, reorganizados en Italia y junto a un regimiento de infantería alemana, tomarían una nueva ruta, la que desde entonces y hasta el siglo XVII sería conocida como el "camino español". Desde Lombardía, cruzaron el Piamonte y Saboya, bordearon el condado de Ginebra hasta Luxemburgo, y Thionville.
El temor en la Europa protestante era clamoroso, y esta acción política no hizo más que convertir en imposible la búsqueda de un acuerdo. Su autoridad era militar, y su objetivo acallar revueltas, pero requeria de apoyo administrativo, lo que supuso la desautorización de Margarita, cual terminó abandonando Bruselas. Esta sería la primera vez que la máxima autoridad política no estaba representada por la Casa Real.
Ya en 1568, Orange era la única oposición que quedaba frente a la política del Duque. Y era este el mejor momento para que el Rey se desplazara y se reconciliara con sus súbditos, pero no fue así. El Rey tenía problemas familiares, que incluían un heredero enfermizo y con aires de grandeza, que terminó sus días en un torreón en el castillo de Arévalo, y el fallecimiento de su amada esposa, Isabel. Este hecho hizo que el Rey se recluyera en El Escorial. En menos de un año había perdido a su tercera mujer y no tenía heredero. A ello se unió la revuelta de los moriscos en Granada, por lo que el Duque se convenció de que debía esperar.
La subida de impuestos, sin consultar los Estados Generales, del 10%, levantó ampollas entre los comerciantes. "El décimo no es voluntad del Rey, sino del Duque". Ante esta situación, unido a la conspiración de Orange, el Duque, abandonado por su Rey, se dirigió al norte para castigar la quema de iglesias, de sacerdotes y de imágenes en Brill. Primero cayó Malinas, luego Zutthen y finalmente, Amberes. El saqueo fue histórico y la llamada "furia española" acabó entonces con más de 8.000 personas. El odio antiespañol creció por todos los rincones de Flandes, del mismo modo que la leyenda negra. Cuentan que, aún el día de hoy, en aquellas tierras, cuando los niños no quieren dormir, sus madres advierten la llegada del Duque.

martes, 5 de enero de 2010

El patrimonio subacuático español, o la época dorada...

Hace pocos días se ha sabido que Odyssey tendrá que devolver el tesoro encontrado en el pecio español Nuestra Señora de las Mercedes. Aparte de la satisfacción que me produce semejante noticia, por aquello de la protección del patrimonio nacional, de la soberanía, y de los recuerdos de la época dorada, esta publicación me permite explorar una parte de nuestra historia que para algunos está olvidada o, peor aún, que nunca fue aprendida. Resulta que hubo una época, hace ya algunos siglos, en la cual, lo que hoy se conoce como España (formada entonces por reinos, ducados, condados y principados), contaba con “propiedades” por todo el globo. En la “hacienda del rey” no se ponía el sol. Lejos de nostalgias y añoranzas acerca de tiempos ya muy lejanos, mi intención con estas líneas es repasar la historia. Con el descubrimiento de América (1492) y el “tráfico” fluido de plata hacia las arcas reales, se despierta un interés moderado por parte de los monarcas sobre las empresas “indianas”, frente a la preocupación, eso sí, de “perdurar” o “permanecer en la historia”. Los primeros fueron, como no, Isabel y Fernando “tanto monta, monta tanto”, pero no fueron los únicos. Y es que, se puede decir que con el reinado de Carlos I (1517 – 1555) se inició una época llena de abundancia, aunque no exenta de complicaciones debidas principalmente al desigual reparto de las riquezas, que desembocaría, con la continuidad de sus sucesores, en el único reinado que contaba con posesiones en todos y cada uno de los continentes, lo que convirtió a España en el motor económico y en la primera potencia europea. Esto, como digo, fue el comienzo, porque el sucesor de Carlos I, Felipe II (1555 – 1598) continuó con este período de bonanza, manteniendo y ampliando las zonas de influencia (en algunos casos con alguna dificultad que otra, como Portugal, lugar en el cual sólo contaba con apoyos en la altísima nobleza, creando continuos conflictos con la incipiente burguesía mercantil).

Aparte de las leyendas sobre su crueldad, personalidad despótica y fanática y demás “fantasmas inquisidores” (la Inquisición no fue una institución exclusiva en la España de la época, existía en todos los países de la Europa occidental, un ejemplo, Juana de Arco, que no olvidemos no se quemó “sin querer”. Dejando esto como parte de otro debate, lo que sí quiero reflejar es su buen hacer (o la suerte de coincidir con un ciclo positivo para la economía, como dirían algunos) en lo que se refiere a la gestión de una superficie que superó los 20 millones de kilómetros cuadrados, en la cual habitaban más de 20 millones de personas. Empieza en estos momentos lo que se ha denominado “El siglo de Oro”, por dorado e idílico, claro, pero también por las toneladas de oro y plata “extraídas” de las Indias (o fruto del expolio, que dirían otros). En estas circunstancias cabe pensar en los innumerables barcos que surcaban los mares cargados de materia prima, oro, plata y demás, y cuantos de ellos no llegarían a su destino, bien por las inclemencias del tiempo, el asalto de los piratas y otros imprevistos. Las costas de Florida, Cuba, la isla de la Española (República Dominicana y Haití) esconden en sus fondos marinos restos de este esplendor, los cuales, desde mi punto de vista, forman parte del patrimonio español en el mundo y están bajo la soberanía española “por los siglos de los siglos”, lo que no quita que podamos hacer una serie de reflexiones con las que pretendo acabar este texto. Siguiendo con lo que iba, obviamente, esta época de esplendor económico, viene de la mano de la producción cultural y del reconocimiento social y político (aquello que suele decirse de “con el estómago lleno, se piensa mucho mejor”), pero también despierta recelos y envidias por parte de los vecinos europeos, sobre todo Francia e Inglaterra. En estas circunstancias, además de “problemillas” financieros de los bancos de la época (I, esto ya es un precedente), como es el caso de las bancarrotas que declararon en su momento Carlos I y Felipe II, y el inicio de la hegemonía “prestamista” de los genoveses, llega al poder Felipe III (1598 – 1621), el cual no tenía excesivo interés en nada en general, y en política, gestión de territorio y mantenimiento de posesiones en particular. Como suele decirse, las fortunas las producen los abuelos, las mantienen los padres y las dilapidan los nietos. Y este es un gran ejemplo de esta gran verdad (salvo alguna excepción, que lo que hace es confirmar esta regla universal). La paz con Francia e Inglaterra se convirtieron en una prioridad, porque vecinos enfadados no prestan perejil, al igual que la recuperación de Flandes de la mano de los Tercios Españoles, lo que nos introdujo de lleno (cuesta abajo y sin frenos) en la Guerra de los Treinta Años. Felipe IV (1621 – 1665) encumbra moderadamente los intereses españoles, estando de nuevo en la vanguardia del poderío económico y religioso, aunque con numerosos problemas como el resurgir de la peste, la corrupción propia de épocas de “vacas gordas”, la humillante derrota de Rocroi en 1643, la expulsión de los moriscos y la consiguiente despoblación de tierras hortofrutícolas en Valencia, así como la “servilización” del campesinado frente a la cada vez más poderosa nobleza. Y poco duró “lo bueno”: la devaluación de la moneda, la inflación asfixiante, las guerras interminables, la incapacidad para la recaudación de impuestos y el recrudecimiento de otros conflictos bélicos, trajeron consigo sublevaciones de los territorios conquistados (o dominados por herencia, acuerdo, “prenda” u otra forma jurídica no específica) como la rebelión de Andalucía, Navarra y Cataluña (que se ofreció en vasallaje al rey de Francia como alternativa a la unificación española); la pérdida de Sicilia y Nápoles, o la separación de Portugal y el hervidero de Flandes. Con este panorama, unido a la llegada al trono de un chiquillo de 4 años, Carlitos II (1665 – 1700), con mala salud (y diría yo que serios problemas genéticos debidos a la mezcla de tanta sangre azul), fue fácil para los franceses hacerse fuertes y tomarnos el relevo. Y ahora llega el momento de reflexión que predecía unas líneas atrás: no dudo que lo que se encuentre en un barco con bandera española (o escudo real o cualquier otra insignia que designe su pertenencia) sea de la misma titularidad, pero eso no quita que podamos y debamos analizar si la forma de hacer las cosas fue ética, correcta o si preferís ajustada a derecho. Francisco de Vitoria, precursor del derecho internacional cuestionó ya en el siglo XVI los derechos de la Corona sobre las Indias. Y es que reclamar soberanía sobre mercancías que si bien no fueron robadas directamente, fueron obtenidas en unas circunstancias que no caben en ninguna fórmula de derecho internacional, es cuando menos, cuestionable. Un caso similar, y sobre el cual todavía en la actualidad existen numerosos conflictos es cuando los británicos al final del protectorado en Egipto, trataron de llevarse obras de arte de incalculable valor. Aún hoy una oficina del Ministerio de Cultura egipcio trata de recuperar lo que considera patrimonio nacional. ¿Acaso puede hacerse una aplicación interesada o parcial del derecho internacional? ¿Y la deuda externa? ¿No debería plantearse como “lo comido por lo servido”? Quizás tendríamos una mejor imagen frente a nuestros “hermanos del otro lado del charco” si no tratásemos empecinadamente de recuperar y lucir (y presumir) aquello que, nos guste o no, nos llevamos sin permiso. ¿Qué opináis vosotr@s? FELICES REYES