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sábado, 30 de octubre de 2010

Los conflictos intergeneracionales, o la ley del embudo... Primera parte.

El autobús iba lleno hasta la bandera. Llegaba tarde a mi clase de alemán un martes por la tarde. Un martes como otro cualquiera. Ocupaba un asiento en la parte trasera, cerca del motor, no por el interés particular de tener una visión amplia, que también, sino por el calor que desprendía el cansado aparato, harto, digo yo, de no poder huir de la ruta establecida.
En una de sus constantes paradas y tras haber mirado mi reloj unas quince veces en los últimos cinco minutos, se subió una señora, recién salida de la peluquería. Con el pelo cardado hacia arriba, tipo nido de cigüeña, un collar de perlas tan grandes como auténticos globos oculares y muy bien abrigada con un foulard de piel, de bicho de los de verdad. Como pudo se hizo hueco entre empujones y algún que otro pisotón, avanzando sin piedad por encima (literalmente) de cualquiera que se pusiera en su camino. Cuando hubo llegado a la plataforma central, dirigió una mirada a una chica joven, de unos 20 años que permanecía sentada en un asiento de los reservados. Se había quitado el abrigo y lo llevaba sobre su regazo, junto con un sobre grande que parecía ser una radiografía. Se colocó a su lado, de pie, y la miró fijamente de nuevo, de arriba a abajo, como inspeccionando su capacidad para estar ocupando un asiento que estaba claro ella entendía que no le correspondía. Nos deleitó a todos con una amplia variedad de suspiros, amén de algún otro comentario quejicoso sobre el transporte público y sus virtudes.
Al salir de un semáforo, el conductor tuvo que pisar el freno de improviso, pues un ciclista un tanto despistado se había saltado la prohibición de no pasar, lo que provocó algún que otro grito, sin la mayor importancia, pero sobre todo cierto sobresalto y un murmullo intenso sobre las cualidades deficientes del autobusero. La señora dirigió de nuevo su mirada de reprobación sobre la chiquilla, la cual respondía sin hacer el menor caso, y resoplaba. Por fin dijo algo: "es que estos jóvenes de ahora no tienen educación", en voz alta y clara, supongo que para ver si alguien se daba por aludido. La chica no respondió, y en general se hizo un silencio un tanto incómodo. En esto, un caballero muy bien vestido se levantó de su sitio y le indicó para que lo ocupara ella. Por fin había logrado su objetivo. No habían pasado ni cinco minutos cuando la chica elevó suavemente su brazo buscando el botón de parada. Estábamos llegando al hospital general. Cuando el autobús se detuvo frente a la parada, abrió las puertas y la chica, lentamente, retiró su abrigo del regazo, se incorporó con cierta dificultad y se acercó a la salida. En ese momento se hizo visible su estado de buena esperanza, más que avanzado a tenor del volumen de su cintura. Al iniciar el camino de peldaños hacia la calle, la chica giró el rostro hacia la señora para dedicarle un "que tenga usted un buen viaje". Las puertas se cerrarón bruscamente tras ella, e inmediatamente, la señora trató de justificarse frente a todas las miradas acusadoras de los demás viajeros. Incluso hubo uno de ellos que le preguntó directamente: "¿puede decirme, si tiene la bondad, quien demonios no tiene educación?
Llegué tarde a mi clase, pero el trayecto fue ciertamente inspirador.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

La mala educación, o la generación "ni - ni" y la desmotivación sobre todas las cosas...

Hace unos meses, la OCDE ha publicado el Informe 2009 sobre el Panorama de la Educación. Tras las noticias publicadas al respecto, y haberlo leído con detenimiento puedo atreverme a decir eso de: “Ya lo sabía”. Resulta que la crisis económica ha descubierto, en el subsuelo de la sociedad, un fenómeno que no ha surgido de la nada y que tampoco se ha fraguado de un día para otro: la desmotivación, la falta de estímulo, la carencia de aspiraciones, pero sobre todo, el conformismo y el “total, PA qué”. En el informe de la OCDE, en el cual por cierto y como viene siendo costumbre, España sale muy mal parada, se recoge que más del 20% de los jóvenes entre 16 y 30, ni estudian ni trabajan. Obviando las consecuencias más inmediatas de este asunto: problemas con la tasa de reemplazo, por ejemplo, quiero centrarme en las causas que considero principales responsables y que han colaborado a que se produzca esta situación, una profunda crisis de valores y un no saber hacia donde vamos. Pero vayamos por partes. Hablamos de dos generaciones. Por un lado, la generación de nuestros padres; esa que emigró del pueblo, en la mayoría de los casos, que pudo (o no) obtener formación universitaria gracias a una beca, y que en la actualidad tienen más de 50 años. Se trata de una generación para la cual, prosperar y tener una mejor calidad de vida que la que tuvieron sus padres, era una prioridad, que con esfuerzo y mucho trabajo, en la actualidad disfrutan de una merecida estabilidad económica, que les permite realizar un viajecito de vez en cuando. En la mayoría de estos casos, estas personas fueron criadas o educadas dentro de márgenes muy estrictos de disciplina, responsabilidad, moralidad y asunción de obligaciones. Es por esto que muchas veces se escucha esa típica frase de: “no es lo mismo los 20 años de ahora, que los 20 años de hace 20 años”. Por otro lado, hablamos de “nuestra” generación: de la generación X, de los JASP o como queramos llamarlos. Y de cómo es facilísimo ir de extremo a extremo. Me explico. Muchos padres, criados con gran autoridad y en el seno de familias con conceptos muy rígidos, decidieron educar a sus hijos de una manera diferente. Esta manera implicaba la negociación y las decisiones democráticas, el razonamiento y sobre todo, la ausencia de castigo físico. Pero digo “implicaba” porque no es ésta la forma más común de estilo de crianza de aquélla generación, sino una desvirtuación de la misma. Esto es la no determinación de límites, la invisibilidad de la autoridad (desplazada a ser calificativo poco más o menos que de Hitler, en lugar de observarse como un instrumento para construir), la falta de respeto continuado, o lo que se ha venido en llamar el síndrome del emperador (“el mundo a sus pies”), el “te doy todo lo que quieras porque yo no lo tuve”, la sobreprotección llevada al extremo y la máxima de “mi niño es el mejor”. Por supuesto, esto no fue así en todos los casos (honrosas excepciones entre las cuales me incluyo, modestia aparte), pero seguro que con estas líneas os vienen a la mente ejemplos muy claros de lo que estoy diciendo. Anécdotas mil existen comparando una generación con otra, sobre todo en el ámbito educativo, y ahí voy dentro de un momento. Recuerdo cuando era pequeña, estando en el colegio, participando en alguna “trastada” de la cual se me hacía responsable frente a mis padres, que cuando acudían a descubrir el entuerto, no dudaban en decirme aquello de “¿en qué lío te has metido ahora?” con tonillo de retintín y brazos en jarras, por supuesto, le daban la razón a la “seño”, que por supuesto te había echado ya previamente la bronca de rigor, añadiendo la manida frase de “es que es de un revoltoso”. Por supuesto tras esto, venía el castigo en casa, en el cole, y en todas partes, porque el castigo era, por definición, omnipresente, y era definido en términos de “días sin salir a jugar a la calle”. Solía prolongarse entre una semana y varios meses, aunque rara vez superaba los cuatro días, pero menudos cuatro días, mirando por el balcón como se lo pasaban de bien los demás, y yo con el bocata de nocilla y la cara de pena. Hace algunas semanas, mis queridos vecinos, de entre 8 y 12 años, descubrieron que “es divertido” llamar al portero automático y salir corriendo. Una vez, pase, dos, es cosa de niños, tres, ya empieza a ser un incordio, y cuatro, demuestro mi inteligencia superior no volviendo al sofá con mi lectura, eligiendo permanecer, acechante, detrás de la puerta esperando la quinta. Tremendo susto, niños gritando y con cara de susto ante una simple pregunta: ¿puedo ayudaros en algo? El paso siguiente fue acompañarlos de la mano a su casa y contarle a su madre lo que había ocurrido, más que nada, para compartir con ella el ingenio de sus vástagos. “Mis niños no han sido, seguro que han sido otros, porque ellos no hacen esas cosas”. Sin palabras. En la misma situación mi santa madre me hubiera retorcido la oreja guiándome hasta mi habitación, para que pensara sobre lo que había hecho, después de pedirle disculpas a la vecina e invitarla a tomar un café con pastas, para discutir a ver qué chiquillo era más “conflictivo” o recordar la última situación en la cual se habían puesto coloradas por nuestra “culpa”. Recurrir al tópico de “cualquier tiempo pasado fue mejor”, no es para nada mi estilo, pero sí reconozco que hay cosas de aquella época que son para echar de menos. A todo esto, quiero destacar algo que antes he pasado por encima, pero que no quiero que se quede en el tintero. La sobreprotección de los papás y las mamás con sus hijos/as provoca un efecto perverso: convierte a niños de 10 años en personitas de 5 años, y así sucesivamente. Y con esto nos encontramos con “niños/as” de 22 o 23 años que se comportan como si tuvieran 15, viven en el reino de Peter Pan, y reciben su “paga” semanal. “Niños/as” que disfrutan de un estilo de vida elevado (clase media, media – alta en la mayoría de los casos) y a los cuales se les permite ser los “reyes” de la casa, amén del incremento de las agresiones de estos “angelitos” a sus madres y padres, y las denuncias a la policía. Si añadimos además la falta de motivación para acudir a los centros escolares (de cada vez niveles educativos más bajos, y bajando) y las dificultades posteriores para encontrar un empleo, la ecuación está clara, al menos para ellos: “a vivir del cuento”. Como les dejan, es posible prolongar situaciones de fracaso escolar hasta bien entrados los “veintimuchos” y no tener capacidad para tomar una decisión. No hay objetivos definidos, y el miedo a tomar decisiones es común denominador en una juventud que en lugar de exigir, reivindicar, aspirar cada vez a más, y querer ser “mejor” que sus padres, se encuentran absortos en el mundo televisivo, en la inseguridad mental y física, en el fin que siempre justifica los medios, en el recibir y no dar, en la falta de compromiso y el hastío de creer que ya se sabe todo, el cansancio de no hacer nada, el no tener interés y el aburrimiento crónico. Porque todo ya está inventado. En la mayoría de los casos, son los padres/madres quienes hartos ya de esta situación deciden por ellos, y esto mismo les convierte, casi con seguridad, en personas infelices a causa de su propia incapacidad para llevar las riendas de sus vidas. Otros hay, que reaccionan y encarrilan sus vidas en trabajos poco cualificados y con escasa remuneración, amén de relaciones personales vacías y superficiales, que terminan por minar su ya maltrecha autoestima, y justifican lo injustificable con actitudes depresivas causadas exclusivamente por la propia negación del “yo” y por un preocupante sentimiento de inferioridad. Personas infelices que transmiten infelicidad y falta de fe en el ser humano y en sus capacidades, que difícilmente mostrarán interés por algo o por alguien, y cuyo rostro es fiel reflejo del desánimo y la mala energía. Los últimos, los menos, somos los/las que nos sentimos “sobradamente preparados/as” para lo que pueda acontecer, porque estamos seguros/as de nosotros/as mismos/as y somos plenamente conscientes de todo lo que nos queda por hacer, vivir, crecer, aprender, soñar, reír, amar, llorar, enseñar... Porque no todos somos iguales, afortunadamente. Si queréis saber más: