lunes, 30 de agosto de 2010

La incapacidad para ser feliz, o la valoración de las cosas pequeñas...

Se calzó las zapatillas de paseo, se armó el pelo con dos trenzas y tomó aire antes de salir de casa. El calor era desolador, aunque ya eran más de las nueve de la noche. El verano no perdona, pero los hábitos son más fuertes. El termómetro de la esquina marcaba con timidez 36º, aunque la sensación térmica era de unos 4º más y la humedad en el ambiente convertía a la ciudad en una nueva provincia del trópico de cáncer. Caminaba con su "amor" de la correa por la avenida, cuando, llegando a la fuente "del más allá", aparecieron dos mujeres, de unos treinta años. Parecía que hubieran salido a hacer footing (correr, nada más lejos) aunque era obvio que habían cambiado de planes. Ambas con ropa deportiva, iban conversando. Una de ellas llevaba un "kleenex" en las manos y se veía claramente que lloraba a lágrima viva, a pesar de que su amiga tratara de consolarla. "Tienes un novio que te quiere, un trabajo fijo, una casa preciosa, una familia que te apoya y muchos amigos que están pendientes de ti" decía. "¿Cómo puedes decir que no eres feliz? Eres tan egoísta".

Coincidieron en el paso de peatones. Estaba rojo. El tráfico era intenso a esas horas, parecía que todos tenían ganas de llegar por fin a sus casas (o de salir de ellas, nunca se sabe). Se puso verde, y tras cruzar la calle, se separaron sus caminos, unidos tan sólo por un paso de cebra. Las dos amigas se dirigieron hacia la izquierda, mientras la chica de las trenzas permaneció quieta. Miró a uno y otro lado, pensativa, como no teniendo claro cuál sería el próximo de sus pasos. Supongo que la conversación entre ambas amigas le hizo reflexionar. Finalmente, se sentó en un banco, frente a un edificio de unas catorce plantas, a descansar. El cielo estaba plomizo, avisando tormenta, y las primeras estrellas competían con las luces de las oficinas en las que aún quedaba gente. A lo lejos, el tono rosado daba paso al morado más intenso que anunciaba ya el final del día. La luna, llena y radiante, simulaba ser una bombilla de bajo consumo, jugando primero con luz tenue que pasaba a ser, casi cada minuto, un poco más brillante. De repente, volvió la esquina un señor, de unos 60 años. Pelo canoso, gafas de pasta y chanclas con velcro. Iba solo, con un transistor en la mano y sin auriculares. Se acercó al banco y se sentó. No habían pasado ni dos minutos, cuando se dirigió a la chica de las trenzas: “Bonito, verdad? Pues espera a ver en tres minutos.” le dijo con cierto aire de superioridad, mientras miraba su reloj de pulsera. Ella le miró con algo de recelo, levantó las cejas y no dijo nada. Poco a poco, las luces de la fuente se fueron encendiendo. Eran amarillas, tenues, tratando de situar pero no deslumbrar. Empezaron una a una, y cuando todas ellas estaban listas, del centro de la fuente surgió una luz azul más intensa, que se desvanecía al tiempo que otras iban apareciendo. Morado, rosa, rojo, naranja, amarillo, verde, azul… Bailaban en la fuente como con banda sonora que nadie más escuchaba. En un par de minutos todo acabó, dando paso de nuevo a las luces amarillas. Al fondo la luna, brillante y vigilante y alguna que otra estrella que salpicaba un azul oscuro casi negro. De aquella, era ya noche cerrada. “Ya lo sabía” murmuró ella. Ambos se levantaron del banco y ya se iban, cada uno en una dirección, cuando él se giró y comentó: “Considérate afortunada, porque todos tenemos ojos, pero sólo unos pocos pueden valorar lo que hemos visto”. Se dio media vuelta y se marchó.

1 comentario:

  1. Estoy de acuerdo. Uno, entre otros. La única pega, que no todo el mundo lo pone en práctica, por desgracia.

    Un saludo

    ResponderEliminar